lunes, 6 de noviembre de 2017

Las ensoñaciones del paseante solitario

Jean-Jacques Rousseau. Las ensoñaciones del paseante solitario.

Séptimo paseo

Estaba solo y me interné en las anfractuosidades de la montaña, y de bosque en bosque, de peñasco en peñasco, llegué a un reducto tan oculto que en mi vida había visto algo más salvaje. Negros abetos entremezclados a hayas prodigiosas, muchas de ellas caídas de vejez y entrelazadas unas a otras, cerraban aquel reducto con barreras impenetrables; algunos intervalos que dejaban aquel sombrío cerco sólo ofrecían más allá rocas cortadas a pico y horribles precipicios que sólo me atrevía a mirar acostado sobre el vientre. El búho, la lechuza y el quebrantahuesos hacían oír sus gritos en las hendiduras de la montaña, algunos pajarillos raros pero familiares templaban sin embargo el horror de aquella soledad. Allí encontré la dentaria hetaphyllos, el ciclamen, el nidus avis, el gran lacerpitium y algunas otras plantas que me encantaron y distrajeron largo tiempo. Pero dominado insensiblemente por la fuerte impresión de los objetos, olvidé la botánica y las plantas, me senté sobre almohadas de lycopodium y de musgos, y me puse a soñar a mis anchas pensando que allí estaba en un refugio ignorado por todo el universo, donde los perseguidores no ne descubrirían. Un movimiento de orgullo se mezcló enseguida a esta ensoñación. Me comparaba a esos grandes viajeros que descubren una isla desierta, y me decía con complacencia: soy sin duda el primer mortal que ha penetrado hasta aquí; me miraba casi como a otro Colón.

Traducción de Mauro Armiño

Las ensoñaciones del paseante solitario
Jean Jacques Rousseau

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